21 de diciembre de 2009

In the Loop, de Armando Iannucci

[Publicado originariamente en El Señor Kurtz]

La tendencia actual de la política internacional está claramente marcada por una necesidad o impulso irrefrenable a legislarlo todo. Sí, es cierto que el término legislar no es estrictamente correcto, pero la temática de lo internacional está resultando tan compleja que, si pensamos en el establecimiento de un supuesto gobierno global sus competencias legislativas abarcarían cualquiera de esos asuntos sobre los que líderes y técnicos se reúnen tan concienzuda y públicamente. Los partidos políticos, el agua, la gestión medioambiental, la administración pública… actualmente todo es susceptible de ser racionalizado desde el ámbito internacional.

Si continuamos con esta lógica, escribir una serie de entradas sobre Cine y Relaciones Internacionales resultaría extremadamente vacuo precisamente por el excesivo contenido de ésta. La lógica de la clasificación consiste en depositar en contenedores fácilmente reconocibles las cosas o sujetos a ordenar con el objetivo de que sean fácilmente encontrados para su uso. Siguiendo así, muchas habrían de ser las películas que pasaran por las páginas de esta serie, desde las redes de prostitución hasta las mismísimas chaladuras de cuatro informáticos.

Sin embargo, si existe un tema clásico en el mundo de las Relaciones Internacionales, ése es la Guerra. Cientos de hojas se han escrito sobre la misma. Da igual de qué guerra se hable, siempre que se trate de una entre naciones o Estados. Y aun cuanto se ha dicho de todo, siempre hay cosas sorprendentemente interesantes a contar sobre ella. Como esta película.

In the Loop –algo así como “En el bucle”- es una película sobre la guerra. No nos enseñará terribles escenas de soldados mutilados y muertos de miedo justo antes de desembarcar. Pero nos enseñará por qué se desembarca y qué tipos de personajes lo deciden. El cartel la vende como la ¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú de nuestros tiempos. Sin embargo se sale del cine más con la sensación de haber visto Yes, Minister en pantalla gigante, con más tacos y hablando de la política del siglo XXI.

Es una película brillante de principio a fin que no deja respirar al espectador en ningún momento. Posee esas dosis de genialidad en la mezcla de humor y política que acaba con cualquier argumento en su contra. Su director, Armando Iannucci, da a la cinta un aire de documental con el estilo de cámara en mano y de persecución del personaje que provoca tensión en el espectador y convierte a dicho estilo en una parte más del elemento narrativo. Los planos se mueven aceleradamente transmitiendo una sensación de importancia y de trascendencia a cada momento.

El proyecto de la película es la continuación de una serie de televisión británica, de la BBC por supuesto. Thick of it comenzó sus emisiones en 2005 y, además de una futura adaptación estadounidense, cosechó grandes críticas. La serie surgió como una respuesta a la antes mencionada Yes, Minister y varios de sus personajes-actores repiten en el largometraje. El protagonista es Malcom Tucker, Director de Comunicaciones del Primer Ministro británico. El hombre que decide qué sale en los medios por parte de cada miembro del gobierno inglés, el vasallo de confianza del Primer Ministro y, en el fondo, quien maneja los hilos de ese mecanismo anteriormente conocido como gobierno británico. Interpretado por un excelente Peter Capaldi –uno de los que repite de la serie-, el Sr. Director de Comunicaciones parece preso del síndrome de Tourette por la cantidad de oprobios que suelta a cada paso. De hecho, repasando mentalmente la película, sólo se intuye que no pronuncia taco alguno en la segunda escena, justo hasta que escucha por la radio a Simon Foster, Ministro de Desarrollo Internacional, apoyando veladamente una guerra que aún no ha sido declarada y sobre la que el gobierno, es decir Tucker, no quiere mostrar una postura clara.

Interpretado por el correcto Tom Hollander, el Ministro es preso de su incapacidad para responder a los medios de comunicación de su país de una manera acertada. Cabría preguntarse qué clase de político es tan incapaz de gestionar respuestas sencillas a preguntas fáciles si no hubiera cientos y cientos de ejemplos documentados en cada país. Las relaciones de Simon Foster con la prensa dinamitan el discurso público del 10 de Dwoning Street y precipitan la sucesión de acontecimientos al otro lado del Atlántico.

El otro escenario que se muestra es el de unos Estados Unidos atrapados entre dos Secretarios de Estado y un General. Por un lado, el Secretario de Estado Linton Barrick, un maníaco asesino con relaciones con el lobby armamentístico que utiliza como sujetapapeles una granada de mano cargada con anilla. Su política, y la de su equipo, consiste en sostener la necesidad de una guerra que aparentemente es militarmente inabarcable y políticamente inasumible. Por el otro bando, el del no a la guerra, se sitúan la Secretaria de Estado Karen Clarke, con su equipo adjunto, y el General George Miller, quien nos devuelve después de Los Soprano al genial James Gandolfini.

Las luchas internas en el Gobierno de Estados Unidos hacen que parezca que exclusivamente ellos se toman en serio la posibilidad de no acudir a la guerra, sin embargo la película va dando muestras de que sólo son posturas que, aunque aparentemente irreconciliables, son maleables, y que los intereses personales de cada uno de los personajes están muy por encima de las decisiones políticas. Más aún si la carrera profesional no estaba más que comenzando a andar.

No se podría hacer una crítica de esta película sin hablar de otro de los actores que repite de la serie. Se trata del cómico británico Chris Addison que, interpretando al técnico de comunicación política Toby Wrigth, recién llegado al Ministerio de Desarrollo Internacional, destrozará cualquier plan para mantener el camino de la guerra alejado de la prensa.

La película muestra una política marcada por los egos de los personajes. Pequeñas afrentas son solucionadas a golpe y porrazo de declaraciones políticas y amenazas de fin de carrera como si en el patio del colegio se estuviera. Todo rodeado de un humor negro y brutal, sostenido por el inconmensurable Peter Capaldi. El juego de hilos que, como en el estupendo cartel promocional, conectan el eje norteamericano-británico permite que la comedia de situación sobre política se disfrute a la vez que despierte sentimientos de vergüenza ajena. Los personajes, políticos y técnicos de las dos administraciones, son claramente esperpentos de lo que se supone en la realidad. Sin embargo en cada uno de ellos podemos encontrar al pequeño dictador –o grande, según el caso- que llevan dentro y que, al fin y al cabo, terminan por manipular los consensos de política internacional inclinando la espada de Damocles hacia uno u otro lado. Es la política de la víscera arrastrada por el interés, que mueve a los supuestos organismos bien intencionados y manipula las conciencias de Occidente. Porque las de sus siervos las dio por perdidas en el momento que sintieron el frío acero del cañón de la Justicia Internacional en el calor de su nuca.

15 de diciembre de 2009

Burlando a la Parca, de Josh Bazell

Hay enfermedades que no se curan ni yéndose uno de viaje. No me gusta volar. No es que le tenga miedo, es simplemente que le he cogido manía al estarme horas esperando a unos señores que cobran lo que no está escrito por llevar un autobús con alas. Las compañías aéreas son simples enemigas de mi persona que, de una manera u otra, me persiguen y me atormentan allá a donde voy. Que si ahora hacemos los asientos más pequeños. Que si quiere un vaso de agua lo tiene que pagar como si fuera oro. Que si espera que te espera. Que si el piloto está borracho en el bar del aeropuerto. Que si ¿Quién le ha dicho a Ud. que tiene derecho a eso?. Y un largo etcétera.

Por tanto, cada vez que cojo un avión lo hago porque literalmente no tengo otra opción. Y mi resistencia a ir a esas tumbas con aire acondicionado en que se han convertido los aeropuertos sería aún mayor que la de Mister T en el Equipo A si no fuera porque es precisamente en los aeropuertos en donde puedo dar rienda suelta a mi enfermedad. Quizás Uds. se piensen que mi enfermedad es la paranoia o la manía persecutoria, pero no, están del todo equivocados.

Mi enfermedad se manifiesta segundos antes de cruzar esos interminables controles de seguridad. Vonnegut decía que, tras el aumento de los cacheos por culpa del inventor de la zapatilla explosiva, el día que a un terrorista le diera por inventar unos pantalones-bomba los que cogemos aviones estaríamos literalmente jodidos. Pues bien, en ese terreno loco del consumismo que es el Duty Free, en donde jovenzuelas horteras con pendientes de aro se vuelven locas comprando berskas al mismo tiempo que ejecutivos pasados de rosca compran botellas de vodka de dos en dos, yo me convierto en otro. Aún no me ha dado por gastarme el dinero que no tengo en ropa con el logotipo de Ferrari, y la fase de comprarme Toblerone gigantes ya se me pasó. Por tanto, el único vicio que se me desata en esas zonas del inframundo sin ley es el de los libros.

Un aeropuerto, y más si es un aeropuerto de habla inglesa, resulta un estupendo lugar de entretenimiento para un bibliófilo perdido como yo. Allí podrá mirar colecciones enteras de libros que jamás serán publicados en España. Novedades que aún no han sido leídas en el metro de Madrid o Barcelona. Curiosidades que uno compraría en el mega-almacén de internet si no existieran estos pequeños oasis de literatura en inglés. Allí se puede comprobar que los editores ingleses y norteamericanos están a años luz de cualquier buen editor español si se los juzga por lo atractivo de sus portadas.

Y fue, naturalmente, en un aeropuerto –aunque esta vez en uno nacional- como me reencontré con este libro, Burlando a la parca. Lo había visto cuando Anagrama lo lanzó hará unos meses, pero fue en el detenimiento del aeropuerto cuando mi acompañante me reparó en él. Apuntado –o mejor dicho, fotografiado con la cámara del móvil para no tener que escribir ni nombre ni autor- el libro quedó citado para mi próximo encuentro con la librería habitual. Al fin y al cabo, si se puede comprar al lado de casa, mejor no cargo con él ¿no?

El autor es el desconocido Josh Bazell. Doctor en medicina y licenciado en literatura inglesa, es el vivo ejemplo de lo bueno que puede resultar mezclar dos estudios aparentemente tan alejados. No sé cómo diagnosticará pacientes del hospital en el que trabaja, pero la receta que le ha salido con Burlando a la Parca se convierte por sí sola en una gran novela. De esas que cuando aún no se ha acabado ya se está recomendando.

Como se puede intuir por el título, amén de la estupenda portada original –e incluso de la horrorosa modificación que realizaron los editores de Anagrama-, la cosa va de esquivar a la muerte. El relato lo narra en primera persona su protagonista: Peter Brown, doctor del Manhattan Catholic Hospital de Nueva York. Cuenta la historia de su corta vida, aún es joven, y por lo que leemos ejerció serias candidaturas para acortarla aún más.

Criado por sus abuelos de familia cómoda, inmigrantes de la post-Segunda Guerra Mundial, el doctor Peter Brown ejerce la medicina general en un hospital donde todo, absolutamente todo, es un caos. Sin alterarse casi por nada, o dándolo todo por perdido, Brown se encarga de coordinar los diagnósticos que su compañero del otro turno ha dejado hilvanados en una manera tal que más parece preocupado por curar a los pacientes que por salvarle el culo al Hospital. Práctica esta última que Bazell nos confirma como más habitual en un país en donde la denuncia por error médico está a la orden del día.

Pero Brown esconde algo más tras de sí. En realidad Peter no se llama Peter, se llama Pietro, Pietro Brnwa y está escondido bajo esta nueva identidad bajo el Programa de Protección de Testigos. Es que Pietro, sepan, antes de ser médico titulado era asesino a sueldo de la mafia neoyorquina. Increíble pero cierto, el pasado de Pietro le condujo casi sin quererlo a eliminar personajes del negocio que se pasaban de la raya y que eran señalados por su jefe y sin embargo amigo: David Locano. Sí, sí, ya sé. Uds. no hubieran caído en las manos de la mafia, en un negocio que consiste en liquidar gente. Pero, créanme, tras leer el relato de Pietro, les aseguro que hubieran caído. No se crean de todas maneras que Brnwa mata gente sin más remordimiento. El único condicionante para hacer su trabajo se lo impone él: ha de ser gente que no sea inocente.

La combinación de estas dos vidas, la pasada y mafiosa, y la presente y médica, se unen cuando en esta mañana en la que Peter nos lleva por todos sus pacientes se encuentra con un antiguo camarada: Eddy Squillante. El listillo de Eddy está en el hospital por culpa de un cáncer de estómago y descubre con facilidad a Pietro, aka Zarpa de Oso, proponiéndole un trato: si le mantiene con vida no le delatará. Sin embargo, si fallece en la operación que tiene programada para el día de hoy, uno de sus chicos avisará a Locano, quien ha puesto precio a su cabeza tras su cambio de bando.

El libro está narrado en dos hilos bien definidos. Por una parte esta mañana de ronda hospitalaria en presente en donde Peter se nos muestra como un excelente médico, pasado de rosca con las drogas y con unos métodos más bien heterodoxos. Caer en la comparación con el televisivo Doctor House es no darse cuenta de la profundidad del personaje de Brown y encasillarlo en un arquetipo sólo porque comparten un par de rasgos. Peter Brown es un buen médico, sí, pero también tiene dosis de cinismo que hacen que las escenas del hospital salgan disparadas de las páginas y terminen por inundar cualquier rincón de la habitación donde se lee.

Por la otra parte, hablamos de Pietro Brnwa, el sicario de la mafia. Peter nos va contando la historia en pasado de Pietro, el por qué se metió en los negocios y por qué ahora ellos lo buscan con tanto ahínco. De nuevo podría pensarse en un típico relato de la mafia televisiva, el clásico asunto del soplón, pero nada más alejado de la realidad. Pietro es un buen chico, al menos con cierta tensión moral acolchada del cinismo propio del personaje, y si ha llegado a ser lo que es simplemente se debe al azar y a las decisiones ambiguas. En comparación con el relato de la mañana en el hospital, la historia de Pietro en la mafia engancha menos. Sin embargo esto es sólo debido al ritmo independiente que esta parte de la novela va adquiriendo pues pausa a pausa, el relato se termina por escupir al lector a la cara y llenarlo de la tensió propia de este tipo de asuntos.

De pocas novelas se dice esto, y menos aún si son tan nuevas, pero Burlando a la Parca se muestra como una novela imprescindible para aquellos quienes disfrutamos con libros de marcada tensión narrativa y que no tengan miedo de ir hacia donde otros no irían. Todos los detalles médicos se disfrutan enormemente -incluso las anécdotas tales como el por qué los enanitos de Blancanieves silbaban- debido a su claridad y su justificación narrativa. Y qué decir sobre los detalles particulares de la mafia y las peleas más que, casi al final, este donante de sangre que suscribe tuvo que dejar de leer un par de veces y respirar hondo debido a la inesperada carnicería que se estaba formando. Sin duda, fue un gran acierto el de poner aeropuertos donde hay librerías.

8 de diciembre de 2009

The greatest hits, de Nina Simone

Nina Simone es sinónimo de clase. Pura elegancia al cantar. Su tono de voz difícilmente clasificable y a caballo entre una las grandes divas del jazz y el desagarro de los espirituales, la hace inconfundible. Si sólo cantase podríamos afirmar que estamos ante una de las grandes intérpretes, pero su faceta de compositora y su inolvidable figura aporreando el piano hacen que adquiera una dimensión que la clasifica muy alto dentro de las grandes divas de la historia de la música. Este que presentamos hoy es sólo un recopilatorio de los muchos que hay en el mercado y que recoge la mayor parte de los éxitos de una Simone que, escuchados todos juntos y seguidos, no hace sino acumular himnos y canciones inmortales. Unas veces gracias a la publicidad de un coche que resucita un “Ain’t got no – I got life” aparentemente olvidado como vehículo de reivindicación (extraída de “Hair”) o de un perfume que consagra su elegancia a través de los acordes de “I put a spell on you”. Pero más allá de la poderosa publicidad, Nina Simone siempre quedará en el recuerdo con el prototipo del soul que supone “My baby just care for me”, la canción protesta como “Mississippi goddam” (dentro su actividad en la lucha por los derechos civiles), con la impresionante “I feeling good” (que ha soportado diversas versiones en los últimos años), o la poderosa e hipnótica “Sinnerman” que sedujo a dos Thomas Crown… y cómo no, “Ne me quite pas”, que compartirá eternamente con Edith Piaff (y con Jacques Brel, autor de la canción).


3 de diciembre de 2009

Milorad Pavić, 1929-2009

El pasado día 30 de Noviembre falleció el escritor serbio Milorad Pavić. Su obra Diccionario jázaro, en su versión masculina y femenina, es considerada como una de las más importantes de la literatura en lengua yugoslava. Con ella obtuvo el premio NIN (otros ganadores de este galardón en Destripando Terrones siguendo este enlace).

Personalmente ahora recuerdo haber leído Siete pecados capitales, que pasó sin gloria por entre mis manos. Pieza única siempre me ha parecido interesante, pero la pereza se apoderó de mi en varias ocasiones en que tuve el libro en mis manos.

2 de diciembre de 2009

Salvar al soldado Ryan, de Steven Spielberg

Las que le gustan a Øttinger (LQLGAØ)

Dentro de esta lista de imprescindibles no podían faltar las bélicas. Un género que me apasiona y con el que tan crítico soy, pues resulta casi imposible encontrar un producto medio decente. Más si cabe si la película trata sobre la Segunda Guerra Mundial y está protagonizada por los estadounidenses. Pero no critico esas extraordinarias películas en las que los nazis son medio deficientes mentales y los soldados estadounidenses son más listos que el hambre. Particularmente de ese estilo hay auténticas joyas del cine. Imprescindibles. Me refiero más bien a esas películas en las que el soldado es más parecido a un Súper Guerrero de “Bola de dragón” que a un homosapiens vulgaris y en las que uno se pregunta, ¿por qué con este ejército no han ganado una guerra en los últimos cincuenta años?

La que hoy nos ocupa no es menos tramposa con la historia que otras que le han precedido. Con la excusa de la búsqueda de un soldado, al que su madre reclama del frente tras recibir la noticia de la muerte de sus otros hermanos, Spielberg nos muestra su particular visión del desembarco de Normandía. El Día D según el mejor contador de historias que el cine ha dado en las últimas décadas. Una combinación que no podía basarse en el rigor sino en el puro espectáculo. No busquen aquí una visión fiel de lo que fue el desembarco, para eso están las discusiones académicas al respecto (aún no se han terminado de aclarar en cómo fue exactamente). Sentados en sus casas, lo que verán es cómo fue el desembarco según Spielberg y su aproximación a la historia real. Por supuesto, y sólo hay que echar un vistazo a cualquier libro de historia, los errores e imprecisiones abundan. Pero insistimos, el valor de esta película no es el histórico, que en parte también puede serlo, sino el de cambiar el modo de relatar las historias bélicas en el cine.

Este director, que como decimos, sabe contar, y muy bien, las historias, decidió embarcarse en este proyecto cometiendo ciertas trampas. Consciente de la dureza de esta cinta, en las que las escenas llenas de violencia se suceden durante gran parte de la misma, recurrió a uno de sus actores fetiches, Tom Hanks el bueno, para que el espectador (el estadounidense principalmente) no se sintiese tan hostigado ante tal crueldad bélica. Un truco, este de acompañarse de un actor reconocido y querido para presentar una película que ya había sido empleado en numerosas ocasiones. De este modo, Spielberg esperaba poder dar rienda suelta a su ambicioso proyecto, contar la guerra desde dentro convirtiendo al espectador en un soldado más. Una intención que convirtió en éxito al hacer desembarcar la cámara en una secuencia (la primera de muchas otras) de hiperrealidad y en la que no se ahorra ningún esfuerzo en hacer notar al espectador las balas sobre su cabeza. Heredando una técnica empleada muchos años atrás y perfeccionada por los videojuegos, el uso de las texturas lumínicas cercanas al ocre en la secuencia, unos sonidos secos y desgarradores, la recreación de un infierno pólvora y plomo proveniente de los nidos de ametralladoras nazis, la sensación de que la cámara camina sin rumbo y desorientada… el destino incierto de un soldado que se dirige a una muerte casi segura. Una hiperrealidad de un campo de batalla cuya crueldad y dureza plasma de una manera magistral en estos poco más de veinte minutos.

La película, que algunos consideraron un alegato contra la guerra, transcurre, fuera de las escenas puramente bélicas, por los márgenes habituales de culto al papel libertador de los Estados Unidos. Ni que decir tiene, todos aquellos que la han visto lo saben, que se produce una fractura en la película difícilmente salvable y lavable. Pues los distintos discursos, llenos de moralina vital, y algunos planos secuencias con más de una intención, especialmente el que sirve de cierre a la película (en el cementerio), podrían haber hecho naufragar esta cinta hasta convertirse en un producto de lo más vulgar. Sin embargo, la perfecta combinación entre la dureza de la prueba (el desembarco) y la nobleza de la causa (la búsqueda de Ryan), convierten a nuestros protagonistas (no Hanks sino el ejército al completo) en un héroe clásico, casi mitológico. Una recreación del patriotismo, en suma, tan bien preparada que gusta y convence como vehículo propagandístico.

Con “Salvar al soldado Ryan”, el cine bélico, y aquí es donde recibe la calificación de imprescindible, encuentra un punto de encuentro para todos aquellos avances y formas distintas de contar las historias que este género venía, desde hace unas cuantas décadas, presentando. No hay nada nuevo, y la novedad es esa, que sin embargo todo lo es. Pues si Spielberg copia la manera de narrar de algunos de sus predecesores, tales como Kubrick o Coppola, lo hace de una manera tan acertada que serán, desde ese momento, sus contemporáneos los que empiecen a copiarle a él. Crea un nuevo tipo de narración bélica.

Al margen de las escenas bélicas, sino desean tragarse la parte más propagandística no lo hagan. Fuera del apartado más puramente técnico, Spielberg adolece de cierta vulgaridad en esta cinta. Por tanto, disfruten de este imprescindible como lo que es, un avance en un género y la consagración de un modo de contar historias.

16 de noviembre de 2009

Galápagos, de Kurt Vonnegut

Volver a Kurt. Si tiene Ud. que hacer un largo viaje y requiere de un libro con el que perderse en sus pequeñas esquinas. Volver a Kurt. Si de lo que se trata es de correr hacia la carcajada. Volver a Kurt. Si apenas comprende el por qué de muchas cosas que suceden hoy día. Volver a Kurt. Si echa en falta que Mark Twain criticara la época en la que aún hoy todavía vivimos. Volver a Kurt.

No faltarán nunca motivos para regresar, o comenzar, a leer a Kurt Vonnegut. Acudir a sus novelas, a las más conocidas pero también a las más ocultas, siempre tiene recompensa. Exige un esfuerzo mucho mayor que otros libros menores: Kurt, en castellano, en España, es casi inédito por cuanto no existen ediciones a la venta de casi ninguna de sus obras. Hasta hace un par de meses sólo se podía encontrar Matadero 5 en cualquier librería y quizás Un hombre sin patria. Hoy, las estanterías de todo el país ya lucen Galápagos en la preciosa edición de Minotauro. Y además, los catalanoparlantes están de suerte: El bala perdida también ha sido recientemente reeditada. Cuatro obras, Cuatro y no más. Ese es el cómputo total de libros de Vonnegut que a día de hoy se pueden comprar. Para el resto hay que acudir a bibliotecas públicas que aún guarden viejos ejemplares de comienzos de los noventa o directamente esperar el milagro del librero antiguo. Y a veces ni aún así.

Deberían organizarse campañas de protesta, grupos de facebook y cualquier otra cosa inservible de esas, para reclamar a Anagrama, Minotauro, Alfaguara, o al grupo Random House Mondadori, que reeditaran cada una de las maravillas que conservan en sus sótanos. Las sirenas de Titán, El desayuno de los campeones, Barbazul, Madre Noche o Birlibirloque son sólo algunos de sus títulos que hoy permanecen ocultos, destacando sobremanera la inencontrable –incluso en los libreros viejos y en muchísimas bibliotecas- Cuna de gato.

Así pues, el día que apareció en una perdida librería un viejo ejemplar, pero nuevo y sin usar, de Galápagos, editado horriblemente por Booket –aún Minotauro no había dado señales-, no había más que preguntarse. Coja el libro y corra, decía la portada.

Tratándose de un libro con un título como éste, es imposible confundirse con la materia a tratar –la teoría darwiniana- e incluso con el lugar –Ecuador. Y si bien ésta última característica no es determinante, tener ante los ojos la perspectiva de conocer la visión de Vonnegut sobre la evolución de nuestra especie siempre, y se dice siempre, se agradecerá.

Como en todos los libros de Vonnegut, los personajes se van descubriendo en función de la historia. Todos tienen un pasado, un futuro y, por supuesto, un presente –que es precisamente lo que los ha traído hacia las páginas que se lee. Ninguno es tratado como un ser “utilizable”, todo lo contrario. Todos tienen una importancia vital en la vida de los demás. Incluso aunque no se conozcan, vivir en sociedad es vivir juntos y por tanto sus actos y sus planteamientos cambian y modifican la condición de existencia de los demás personajes. Nadie es un actor secundario.

La historia se sitúa en 1986. El libro fue escrito en 1985, de manera que ya se podría hablar de una novela de anticipación, o no. El mundo está sumido en una crisis económica global que lo ha colapsado -¿les suena?- y una de las consecuencias de esto es que la gente de Ecuador no tiene absolutamente nada que comer. Tampoco en Perú, y por este motivo, el nuevo gobierno militar ha decidido declararles la guerra a los ecuatorianos. Al otro lado de la frontera reina la calma tensa, calma ocasionada por la esperanza que en los corazones de todo ecuatoriano y ecuatoriana ha creado la perspectiva de que un proyecto pueda volver a alimentar las bocas de todos: el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza.

Este Crucero no es más que un viaje en un barco científico organizado para las celebridades del momento. Sus promotores han movido la idea de lo chic que sería avanzar hacia las Islas Galápagos todos juntos en compañía de una expedición científica. Sin embargo, las caras famosas se han ido acobardando una a una por diversos motivos, y en los días previos a zarpar el barco –desde las primeras páginas- sólo han acudido gentes de muy diversa índole y clase social, pero en absoluto celebridades. Contamos en el pasaje a sólo unas pocas personas y una máquina: un roba-viudas, vividor y delincuente en todos los sentidos, una viuda deprimida que pensaba en realizar el viaje con su ahora difunto marido, un matrimonio japonés invitado por un viudo norteamericano muchimillonario que, a su vez, se ha traído a su hija adolescente y a su perra. La máquina es un “Mandarax”, un prodigio inventado por el hombre japonés que es capaz de, con el tamaño de un bloc de notas, traducir todos los idiomas del mundo, acumular saberes, proporcionar citas, diagnosticar enfermedades y cientos de cosas más. Por supuesto que a este grupo se le irán uniendo más compañeros de viaje pero eso será más adelante.

Contando con estos personajes: los pasajeros, los tripulantes, el caos y la evolución, una extraña voz nos narrará los acontecimientos que lograron salvar a la raza humana. Porque, sí, escuchen bien, estamos ante la nueva arca de Noé, sólo con la salvedad de que no servirá para preservar las especies animales, sino para preservar a los seres humanos de extinguirse por su propia culpa y estupidez.

La voz que nos guía es la del fantasma de Leon Trout, hijo de Kilgore –encontraremos varias referencias a sus otras obras- quien nos cuenta todo con la perspectiva que da hallarse en el año 1.001.986. En todo este tiempo ha podido ver cuáles eran los problemas ingenieriles de la especie humana y cómo la naturaleza, una vez que dicha especie ha sido aislada en las Galápagos, ha ido perfeccionando el diseño hasta completar uno perfecto para el objetivo adecuado: la felicidad.

Existe un contraste entre un Hombre que se cree capaz de dominar a la Naturaleza mientras crea algo como el “Mandarax”, una máquina que acumula todo el conocimiento humano y, por tanto, es capaz de dominarle. Justo cuando esto va a ocurrir, justo cuando el ingeniero japonés va a vender la idea del “Mandarax” al empresario norteamericano que lo pondrá en los bolsillos de todo el mundo, la Naturaleza decide hacerse presente y finiquitar el mundo creado por los seres humanos. Con la quiebra de este sistema, acontecida por una pequeña falla en el mismo, la Naturaleza provoca la caída de la especie dominante enviando una infección que esteriliza a las mujeres y condena a la extinción.

Pero, no se alarmen, el mismo azar que provocó la existencia de esta plaga humana ha asegurado su continuidad y hace que las definitivas 10 personas que se embarcan (9 mujeres en su mayoría fértiles y un hombre) lleguen a las islas y, aislados, puedan continuar con la especie.

Tremendamente divertido, con los clásicos giros de Vonnegut, en donde el argumento es lo de menos y se busca reír y reflexionar a la vez. Encontramos juegos emocionantes como el que propone el autor nada más comenzar el libro: cuando sepa que uno de sus personajes va a morir, le añadirá a su nombre un *, dejando en vilo al lector sobre cuándo y cómo ocurrirá esa muerte. Un libro en donde asesinar a alguien, nos dirá Vonnegut, es “sobrevivirlo” y el problema central de la especie humana es “su voluminoso cerebro”, que le hace pensar más de lo debido para encontrar la felicidad. Palabra de Kurt.

15 de noviembre de 2009

Testigo de cargo, de Billy Wilder

Hace tiempo que venía pensando en empezar una serie de entradas en este blog. Una en la que, cómo no podía ser de otra manera, dé rienda suelta a mi ego y presente, como si le importase a alguien, algunas de mis películas favoritas. Esto no quiere decir que se trate de las mejores ni las más aclamadas por crítica y público, sino simplemente aquellas que más me han gustado. Pero claro, esto puede ser muy particular, es por ello que he decidido que además de despertar mi interés, la película debe tener una cierta calidad que la hace, a mi juicio digna de ser recomendada. Es decir, que al final termino haciendo mi propia lista de imprescindibles. Espero sea de su interés.

Las que le gustan a Øttinger (LQLGAØ)

Testigo de cargo, de Billy Wilder

Resultaría casi imposible elegir una entre las mejores películas de Wilder. La suma de genialidades que fue sembrando a lo largo de toda su carrera hace difícil decidir cuál de todas es más mejor. Sin embargo, “Testigo de cargo” siempre me ha gustado especialmente. Quizá por lo presuntamente alejado de sus temáticas habituales, por el increíble Laughton, las estupendas piernas de Dietrich, la perfecta distribución de la intriga a lo largo de toda la película o lo bien que están construidos los personajes. Lo cierto es que una cinta como esta no deja indiferente a nadie.

Partiendo de una obra de teatro de Agatha Christie, que obtuvo un enorme éxito en el momento de su estreno, Wilder conserva la estructura teatral en una pieza que mezcla el suspense, la intriga y el humor con su habitual maestría. Contaba el propio Wilder que admiraba profundamente a Hitchcock, y que le hubiese gustado hacer una película con él, pero que se aburría si siempre hacia la misma película. Es por ello que un día se dijo, voy a hacer una mejor que Hitchcock, e hizo “Testigo de cargo”. Seguramente, y sin entrar en una competición en la que la ellos mismo no entraron, podemos decir que la que presentamos hoy es, al menos, tan buena como las mejores del maestro Hitchcock, uno de los mejores directores que ha dado la historia del cine y que, sin duda, antes o después aparecerá en estas lista de imprescindibles.

La historia es sencilla, un prestigioso abogado inglés (Charles Laughton) entrado en años y enfermedades, padece del corazón, recibe a un galán de película (Tyrone Power) que ha sido acusado del asesinato de una anciana a la que visitaba por compasión. El acusado, que cuenta con la coartada de su mujer (Marlene Dietrich), una alemana a la que conoció durante la guerra, presenta un caso sin complicaciones hasta que es nombrado el máximo heredero de una sustancial suma de libras que le ha dejado la anciana. Una complicación a la que se une una esposa cuyo testimonio no parece demasiado sólido. Con estos elementos Christie construye una de sus habituales tramas en la que los giros argumentales van transcurriendo a su debido tiempo, para mantener al espectador en guardia en todo momento.

La construcción de las relaciones entre los personajes es tan brillante que le permite a Wilder crear atmósferas diferenciadas. La relación entre Power y Dietrich, una turbulenta historia de amor; Dietrich y Laughton, la lucha de dos titanes en busca de su propia verdad; Power y Laughton con su particular juego del ratón y el gato; y, por supuesto, la relación entre Laughton y su enfermera (Elsa Lanchester), la parte más cómica de la película y que se sostiene gracias a diálogos geniales y que termina en una suma de complicidades. Por supuesto, de fondo, planea la relación más importante de toda la película, la que se establece entre la Justicia y la verdad. Una dependencia que no tiene porque ser equidistante ni, necesariamente, directa. La verdad, en lo que se refiere a una sentencia, es algo totalmente prescindible. Sin embargo, no crean que se trata de una película en la que se presente un dilema moral o ético sobre la Justicia. Ni mucho menos. “Testigo de cargo” es, ante todo, una novela de suspense e intriga judicial, con los tintes justos de novela negra y que se torna en un estupendo melodrama, en la que las piezas se van colocando y moviendo para despistar al espectador e ir sorprendiéndolo hasta el minuto final. Es un juego. Una ratonera más en la que Wilder salva la moralidad de sus personajes creando escenarios de necesidad.

Técnicamente la película no supone un alarde, ni necesita serlo. Conserva la estructura teatral y deja a unos magníficos actores que hagan su trabajo lo mejor que saben, obteniendo alguna de sus mejores interpretaciones. Eso sí, Wilder, esconde bien sus cartas y juega la partida con suma maestría hasta conseguir una de las mejores películas de intriga que se pueden recordar. Y es que Wilder era así. Daba igual lo que hiciese, conocía todos los trucos del oficio y a nadie puede extrañarle que fuese la propia Dietrich la que, tras convencer a Christie para rodar una versión cinematográfica de su obra, y haber trabajado con él “Berlín occidente”, presionase para que fuese Wilder quien llevase a cabo “Testigo de cargo”. La alemana, decía, sólo trabajó para dos grandes directores: von Sternberg y Billy Wilder, y tan cómoda debió sentirse que logró una de sus mejores interpretaciones al crear una mujer gélida hasta el escalofrío que sólo encontraba algo cálido en el amor hacia su marido. Un Power seductor, encantador y perfecto hasta ser irritante. Menos mal que Laughton, perfecto y deseado en cada plano, contrapone lo inaccesible de Dietrich con pura socarronería, y lo repelente de Power con su más pura imperfección.

No dejen de ver esta sensacional película y comprenderán, cuando vean alguna de las que consideran obras maestras del género judicial, qué lejos están de lo que verdaderamente se considera genial. Eso sí, no rebelen el final a nadie, no dejen de hacer caso a la advertencia final.

14 de noviembre de 2009

The pursuit, de Jamie Cullum

Mientras terminamos de poner en orden la plantilla del blog, esperemos que esta sea la última, aprovechamos para realizar una recomendación breve. Se trata del nuevo trabajo de Jamie Cullum, “The pursuit”. El músico británico acomete una nueva mezcla de composiciones propias y versiones de temas ajenos, desde el irrepetible Porter hasta la muy de moda pero insustancial Rhianna (aquí). Fiel a su estilo jazz más próximo al pop comercial que al blues que tanto idolatra, con toques dance influidos por su hermano, que para eso se dedica a pinchar discos, nos presenta una búsqueda en la que se encuentra muy cómodo. Casi tanto como el oyente.


11 de noviembre de 2009

Viajando en grupo, de Henry Green

Resulta triste y decepcionante toparse con un libro que termina por agotar física y mentalmente. Cuando a las pocas páginas –no más de 10- el lector ha de regresar al comienzo porque los –aún- pocos acontecimientos a los que ha sido invitado se le han escapado y es incapaz de hacerse un mapa mental de la situación pueden ocurrir un par de cosas. Que el autor sea un genio y por tanto requiera de la confianza de un lector entregado. O que sinceramente estemos ante los peores 18€ invertidos de toda la vida.

La obra de Pierre Bayard, que por su título –Cómo hablar de los libros que no se han leído- podría parecerse al manual del buen librero en época navideña, podría tener un duro competidor si el que firma esta entrada se propusiese escribir otro sobre Cómo hablar de los libros que se han abandonado. Y confieso en este punto que no sabría hasta las galeradas si colocar en el título definitivo … que nos han abandonado. Porque es bien fácil abandonar un libro. Devolverlo a su lugar a la estantería, o incluso relegarlo a otro peor –más abajo-, sólo porque no nos han dado lo que nosotros esperábamos de él. Siendo altivos con este libro que abandonamos, nos olvidamos muchas veces de los encuentros casuales que se producen a mitad de una página, de las ideas que sobrevienen en un párrafo y que nunca hubiéramos esperado toparnos. Es por esto por lo que nunca he abandonado un libro a medias. El empeño siempre me ha perseguido, unas veces por cabezonería –“algo encontraré”- y otras por simple y banal orgullo –“este tío barra tía no va a poder conmigo”.

Pero la cosa cambia cuando son ellos, los libros, quienes nos abandonan. Son momentos en los que los libros que habíamos decidido terminar, se largan hartos de que los abandonemos encima de la mesa y de que trunquemos nuestro habitual encuentro con la lectura. Leer algo que te aburre y te aplasta quita en cierta medida las ganas de disfrutar con uno mismo, las ganas de reflexionar. Y esto sólo se lo he consentido a Fukuyama… y porque me lo tenía que estudiar.

La novela de Henry Green, Viajando en grupo, se vende como algo así como una intrépida novela de situación, pero en realidad es un tedioso viaje que no lleva a ningún sitio. Su argumento consiste en situar a un grupo de niños y niñas ricas de la alta sociedad londinense frente a aquello que iguala a todas las clases de la vida moderna. No, no es la muerte, es el transporte público. Esta camarilla de ricos imbéciles, a los que uno no tardaría en mandar a la mierda nada más presentarse, se encuentran atrapados en el hotel de una estación de tren de Londres a causa de una niebla espesísima que impide su salida hacia París. Todos ellos han decidido emprender el viaje en grupo a propuesta del mayor imbécil de todos, el más rico y el más soltero, claro, y la niebla les pilla en una estación atestada de londinenses que, afinados en el vestíbulo, requieren un transporte para regresar a sus casas del extrarradio tras un día de trabajo.

Por supuesto, Green trata de hablarnos de las diferencias sociales y de clase que existen entre los protagonistas de la obra y la masa-rebaño que ante las ventanas del hotel se extiende. Sin embargo el experimento de dotar la obra con aires clasistas no funciona ni tan siquiera cuando Green da voz a algunos viejos sirvientes. Todo lo que consigue es que unas personas que ya nos caían mal nada más presentárnoslas, nos caigan aún peor. Y así hasta que nos da exactamente lo mismo qué suceda con ellas. Debió de ser ése el momento en que el libro, o más bien sus personajes, decidieron volver por sí solos a la estantería.

Con todo, llegué a la página 141 de 227. Demasiado tiempo nadando para ahogarse en la orilla. Sin embargo que cueste seguir con su lectura apenas quedando 80 páginas dice por sí solo qué clase de novela es. No sé cuánto dinero habrá cobrado Martin Amis, el hijo de Kingsley, para decir, según la contraportada, que Green era “Un maestro de la comedia”. O por qué diablos John Updike lo califica de “exquisito”. Puede que porque también ellos fueran niños-pera y se identificasen con estos personajes, pero está claro que el naufragio del viaje grupal es claro. Y eso que van en tren.

El libro tiene alguna cosa buena, para qué negarlo. La primera escena, con la señorita Fellowes deambulando por la estación con una paloma muerta recién lavada en papel de estraza hace reír. El discurso de que estos niños ricos viven por y para su estilo de vida, siendo unos esclavos de éste y, por tanto, más condenados que la masa de trabajadores que espera en el vestíbulo sería hasta interesante si no fuera porque vivimos en un mundo en que la libertad se compra con dinero y entre ser un esclavo de mi decorador y ser un trabajador de la industria londinense de la década de 1930, pues prefiero claramente lo primero. Sin duda, lo mejor de todo, es la extraordinaria portada del libro en la edición de la editorial Lumen. Como siempre, su labor editora es buenísima, aunque el libro se hace un tanto incómodo de leer y a cada página uno se pregunte por qué han traducido esto habiendo tantas obras de Vonnegut por reeditar.

De manera que ahí se queda, en su sitio de la estantería. Yo me voy a leer a Rafael Reig, aunque sólo sea por mera salud mental. Primero porque este tipo es siempre divertido. Y segundo porque, ya que Público me ha privado de disfrutarlo todos los días, pues qué mejor que reivindicarlo haciendo lo que más le gusta a un escritor que hagan con él: leyendo uno de sus libros.

2 de noviembre de 2009

José Luis López Vázquez, 1922-2009



Fallece José Luis López Vázquez (1922-2009),
un gran actor de una inmensa generación de actores españoles.

Desde aquí, este pequeño homenaje a quien nos hizo reir, llorar y tantas otras cosas.

el_situacionista, un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo.

5 de octubre de 2009

Ébano, de Ryszard Kapuscinski

[Publicado originariamente en El Señor Kurtz]

Cae la lluvia tropical y torrencial. Jamás has visto llover así. Se supone que deberías estar afuera, haciendo todo lo que se supone que se hace aquí. Pero lejos de convencerte a ti mismo de que desperdicias un tiempo valioso colocas la silla para acompañar a esa lluvia. Te rodeas del Relec, coges el ajedrez de viaje -como el pescador que lleva la caña, por si se tercia-, la libreta para apuntar, la cámara de fotos -no sea que hoy pase por allí el lagarto de todos los días presto para posar un poco. Y por supuesto: el libro. Jamás leer te llevó tanta preparación ni tanto equipaje. Estarás de vacaciones, pero la tensión emocional no te la quita nadie.

Y te sumerges. Esta vez, quién lo iba a decir, precisamente él, precisamente este libro, no te lleva a una situación muy lejana. Hace mucho tiempo que lo tenías, mucho que lo compraste, incluso lo has regalado varias veces y recomendado cientos de miles, pero jamás pensaste que estarías aquí mismo leyendo lo que estás viendo.

Kapuscinski es muchas veces poco riguroso con la Historia. Sus libros están escritos a la manera de reportajes periodísticos clásicos y, si de pasada toca un tema que tú conoces bien, puedes advertir cierta laxitud en sus aseveraciones políticas, cierta dejadez por reflejar los hechos tal y como fueron. Sin embargo, lo dejamos pasar encantados de la vida. El valor de sus libros no se refleja en su rigurosidad científica, ni en sus descubrimientos. Sus libros son valiosos porque están llenos de humanidad, de personas que se pasean por las páginas siendo ellos mismos sin necesidad de que nadie las interprete, verdadero periodismo antropológico. Son como esos compañeros de nuestra infancia, algo más mayores que nosotros, más maduros, y por tanto más seguros de sí mismos. Pero sin la arrogancia que valoriza la ignorancia. Son como son, y no te piden que los comprendas.

Ébano es un libro de reportajes que tienen como protagonista principal a la región de África Subsahariana. Son 29 artículos que Kapuscinski va a escribir durante sus corresponsalías para un periódico polaco. Podemos encontrar artículos algo más ensimismados sobre el autor, y otros más preocupados por saber captar la esencia del personaje que describen, pero siempre nos trasladarán un pequeño aprendizaje sobre cómo podemos situarnos para comprender al diferente. Aunque muchas veces el diferente puedas ser tú mismo.

Hay imágenes que se quedan clavadas en la retina del lector. Las palabras incrustadas en el cerebelo provocando que se rinda la voluntad ante la imagen de un joven Kapuscinski subido en un bidón de gasolina junto con su compañero de viaje, tratando de aguantar las sacudidas de una cobra que, debajo, trata de sobrevivir y matar a su vez. Podemos ver cómo se tambalea afectado por la malaria, preocupado porque su médico lo quiera enviar de vuelta a Polonia en lo que sería su primer reportaje en el continente. Asustado por si a su jefe le da por anular la corresponsalía por el mero hecho de que su primer reportero hubiera enfermado de gravedad.

Podemos sentir un pánico que Ryszard aparentemente no sufre, cuando leemos cómo es despojado en Monrovia de ese manto de protección que cubre a todo occidental que atraviesa una frontera africana: el pasaporte. Sin él, el europeo se siente golpeado, sin argumento que demuestre la necesidad de ser arrancado de cuajo de situaciones de inseguridad relativa. No digamos ya si en lugar de europeo es estadounidense. Las fronteras son el reino de los privilegiados; siempre que tengas el papel adecuado. Y sin embargo terminamos por sentir aún más pánico cuando nos describe el tamaño de las cucarachas de aquella habitación en donde pernoctará despierto.

Un pero, bastante grave, para la editorial Anagrama y para la persona que ha editado a Kapuscinski en España, es que hay algunos artículos -creo recordar que dos- que están doblemente reproducidos. En Ébano y en el divertidísimo La guerra del fútbol, Kapuscinski nos cuenta su día a día en Lagos, la capital de Nigeria. El relato de los personajes del barrio se disfruta y los hace cercanos y presentes a cualquiera que haya decidido entregarse a la narración. Estamos hablando de la dueña del bar, que sirve cerveza casera caliente. De los ladrones que siempre acuden a su piso cuando él no está, y que le agradecen el no llamar a la policía no entrando cuando él sí que está. Y otros tantos.

En este mismo artículo, Kapuscinski nos enseña que, aún a pesar de la voluntad, un blanco en África es siempre un blanco en África, y que mientras exista la posibilidad de tener aire acondicionado en una barriada de Lagos cualquiera, las diferencias siempre estarán ahí. Al fin y al cabo, como bien dice en las primeras páginas de Ébano, los africanos y las africanas tienen una vida que es un "martirio, un tormento que, sin embargo, soportan con una tenacidad y un ánimo asombrosos".

19 de septiembre de 2009

No es que nos hubiésemos ido...

Tras unas semanas de vacaciones, y tras otra de cambios en la plantilla, volvemos para seguir destripando libros, películas, discos… esperemos que nos sigan acompañando.



22 de julio de 2009

Alta fidelidad, de Nick Hornby

Nick Honrby es uno de esos escritores con los que aún mantengo una deuda enorme. En realidad no soy el único. Todos aquellos quienes durante el final de los años 90 y el comienzo del siglo han pasado –o están pasando- el paso de la juventud –la veintena- a la madurez –pongamos que a partir de la treintena- son deudores de sus novelas, de sus historias. Ellas contribuyen a una mejor transición y a la carcajada inteligente –más que a la risa- de uno mismo. Lo cual es muy sano, ya les advierto.

La deuda que el_situacionista tiene con este autor británico es que nunca reseñó debidamente un libro suyo. Cierto es que dos de sus obras fueron reseñadas en un ejercicio de aquellos, tipo pastiche, que practicábamos antes en el blog. Pero aunque estuviera tan bien acompañado en la entrada por Thurber y por Carroll, Hornby se merecía un espacio mucho más grande. Fever Pitch era suficientemente entretenido como para que alguna vez me anime a leer la traducción –Fiebre en las gradas- y En picado nunca será lo suficientemente bien reseñada por este que suscribe, pues la mezcla de diversión, humor negro y realismo crudo y dulce excede enormemente mis capacidades. Eso sí, al menos lo regalo –e invito a regalarlo- cada vez que puedo. Es una apuesta segura.

Pero vayamos a lo que nos ocupa; Alta fidelidad. La mayoría ya conoce el título por la estupenda película del genial Stephen Frears, en la que el papel protagonista recae en manos de John Cusack y que consagró a Jack Black como uno de los cómicos norteamericanos de la década. El guión cinematográfico es sorprendentemente fiel al libro, y eso dice mucho de una novela. Nick Hornby mezcla los clásicos temas de la crisis de los 30 –amor, compromiso, fracaso profesional, quiebra de las ilusiones juveniles- a ritmo de soul, rock y algo de blues. Y carajo qué divertido es.

Nos situamos en una tienda de discos, al norte de Londres. No una tienda de música cualquiera, no. De discos, de vinilos que tratan de sobrevivir en la época de esplendor del CD. En el momento donde aún convivían con nosotros los cassettes y, por tanto las cintas grabadas. Su dueño es un treintañero llamado Rob Fleming, quien montó la tienda como salida profesional tras abandonar la universidad y debido a su amor –hasta límites rayanos en la secta- por los vinilos y la buena música. Rob malvive como puede mientras sostiene una relación especial con su novia, Laura, una abogada de éxito pero que tampoco asume muy bien esta pequeña crisis de edad. Hasta que Laura lo abandona. Eso sucede al comienzo del libro. De hecho, el comienzo del libro es una carta de Rob a Laura que marcará el discurrir de gran parte de la novela.

En este primer capítulo, Rob muestra todo su resentimiento a Laura por haberle abandonado. Y, como lo primero en el rencor es restar importancia, Rob hace una lista con las cinco rupturas más importantes de su vida. Entre las que, lógicamente, no está Laura. Estas cinco chicas han marcado, con sus diferentes formas de romper, la vida de Rob de algún modo u otro. Le han transformado hasta lo que es hoy y, según su manera de verlo, le han abocado al fracaso que es hoy.

Rob se siente en el momento más dulce de su vida. Se ha vuelto a quedar soltero y aunque echa de menos a Laura, perdón, echa de menos tener a alguien, sabe positivamente que la mujer que revolucione su vida está a punto de aparecer. Además, la tienda de discos va francamente mal, pero tampoco tiene duda de que pronto habrá un golpe de suerte. Y él es un tipo inteligente que sabe de lo que habla, es un experto en música y gracias a sus conocimientos logrará salvar su vida. Hasta que se da cuenta de que no conoce a ningún grupo de música actual. Que hace tiempo que perdió el interés por la música que hacen los jóvenes y eso, inevitablemente, le coloca al otro lado. No en el de las personas mayores, claro está. Pero sí en un lugar medio a la deriva que, al no estar relleno de éxito profesional y personal tipo Mtv, ni le llena ni le vacía. Aunque puestos a sentirse medio lleno o medio vacío, Rob se encuentra completamente hueco.

Hueco pero no solo. Este Don Quijote de la música tiene dos lugartenientes que le acompañan por su tránsito a la acepción de su fracaso. Dick es un tipo tímido, que le tiene un cariño extremo a Rob, pero que sería incapaz de demostrárselo físicamente. Barry –sin duda mi preferido- es un tipo mezquino, que desprecia a quienes no saben de música y que siempre tiene el hacha preparada para cortarle la cabeza a la autoestima de Rob en cuanto se atreva a asomar. Y también la de Dick. Y esta vez no me refiero a la autoestima. Ambos trabajan para Rob en la tienda de discos. Su vida es aún más fracasada que la del Caballero Rob y quizás por eso se sienten tan unidos a la tienda y a él. Y juntos, los tres, se pasan las horas del día haciendo listas Top 5 o Top 10 de todas las cosas inimaginables. Las 5 canciones que sonarían en mi funeral, Los 5 mejores libros de la historia, Las 5 mejores caras A de la historia de la música

Y con estos andamios se construye el paso al resto de su vida. Rob ha de solucionar todo lo urgente que le acucia –la compañía íntima, la compañía no íntima, la supervivencia de la tienda, soportar a Barry- mientras trata de discernir qué es lo verdaderamente importante en su vida.

De un frikismo irremediable, pero sirviendo también como antídoto a este frikismo, Alta fidelidad es bien divertido y gamberro, candidato a clásico de una generación. Es una novela realmente original en cuanto a su modo de narrar aquello que pasa y por supuesto en cuanto a su discurrir divertido. Aunque se haya visto la película, su lectura debería ser obligatoria para poder pasar de los 29 a los 30.

5 de julio de 2009

The musical is back, por Baz Luhrmann

Han pasado ya unos meses desde que este número musical fuese estrenado en riguroso directo en la 81 gala de los Oscar. Pero como en este blog hemos rescatado algunos de los mejores videos de la historia de la música, cortos e incluso la presentación de unos dibujos animados, por qué no rescatar este montaje al más puro estilo Hollywood (sí, también al más puro estilo Broadway).

Tras unos años en los que los grandes estudios han vuelto a apostar por los musicales, los Oscar se rinden y recuperan una costumbre que tenían un tanto abandonada en sus últimas ediciones, la de colocar espectaculares números musicales para animar las transiciones de la entrega de premios. “The musical is back” es un montaje realizado por Baz Luhrmann, el creador de la admirada u odiada “Moulin rouge!”, y protagonizado por una Beyonce que, simplemente, debería ser elevada a los altares, y un Hugh Jackman, el hombre vivo más sexy del planeta que si bien puede hacer de hombre rudo como Lobezno o Van Helsing, no le llama el ritmo. Completan el número los insoportables siameses de “High school musical” y la pareja de “Mamma mia!”.

Como curiosidad, Lurman, después de ver el resultado pensó en hacer un musical con Jackman y Beyonce como protagonistas. Habrá que esperar. Mientras tanto disfruten de esta pequeña maravilla musical.

30 de junio de 2009

El Pentateuco de Isaac, de Angel Wagenstein

[Nota aclaratoria: Después de casi un año de lectura de este libro, procedo a la breve crónica de aquellos aspectos que aún recuerdo del mismo, no sin la ayuda de algún vistazo para copiar y pegar un par de chistes.]

Se presenta este libro como una obra muy modesta que se limita a recoger algunos de los chistes mas conocidos protagonizados por judíos mientras se desgrana la historia de Europa a lo largo del siglo XX. Evidentemente, la combinación de judíos y la historia de Europa en el siglo XX nos mostrará las cloacas de la Humanidad de forma inevitable. Pues aún cuando el objetivo de este libro no es otro que el humor, no puede evitar pasar por el Genocidio o las purgas soviéticas. Como decimos, en Europa, el siglo XX, la cloaca de la Humanidad.

Un personaje modesto, Isaac Jacob Blumenfeld, nos llevará de la mano a través de una vida cargada de anécdotas y de humor judío. Un estilo de humor hecho desde la más profunda de las amarguras que han padecido a lo largo de la historia y que no hace sino mostrar la mejor cara del espíritu de supervivencia. Sencillo, lleno de matices y totalmente descarnado en cualquier boca que no sepa recitar la Torá (el Pentateuco). Por eso nos hace tanta gracia escuchar de su propia voz todo tipo de chistes y chascarrillos sobre lo avaro, lo respetuoso con la ley de Dios o la enorme habilidad para el comercio de los judíos. Nos reímos y decimos, sí, es verdad, estos judíos….

Quizás por ello en lugar de sentir interés alguno por la historia que este polaco, austriaco, alemán o ruso, depende del momento de la historia en la que se encuentre, nuestro verdadero interés está en la búsqueda del próximo chiste. Cómo hará para encajar uno más. Despreciando, en gran medida, el verdadero interés de este libro que intenta, en cierto modo, contar algunas de las persecuciones que durante todo el siglo XX vivieron los judíos. Y es lo malo de esta obra, que no llega a ninguno de los dos extremos. Ni termina siendo un libro de historia ligero, en el que se presenten una serie de hechos históricos de una manera novelada en la que el lector tenga un seguimiento constante de ver a dónde te lleva la acción pese a conocer de sobra el destino. Y tampoco es un gran libro de humor. Es decir, no se trata de un libro cómico en exceso. Sí, la historia es amable, el tono es entrañable y los detalles más dramáticos se dejan al recuerdo del lector, pero no termina de entrar en el terreno del humor para convertirse en una historia desternillante que nos enganche. Son más bien golpes de una narración demasiado larga para un monólogo de los viejos club de comedia estadounidense.


Dos judíos de dos pueblos cercanos que ponen a discutir sobre cuál de sus rabinos respectivos tiene relaciones más estrechas con Dios y, por lo tanto, es más capaz de hacer milagros. “Por supuesto que es el nuestro”, dice el primero, “El pasado sabbat nuestro rabí se encaminó a la sinagoga, pero de repente empezó a llover a cántaros. No es nuestro rabí no tuviera paraguas, pero ya que el sábado no se debe hacer nada: ¿cómo lo iba a abrir? Miró al cielo, Jehová lo entendió enseguida y se hizo el milagro: por un lado, lluvia, por el otro, lluvia, y en el medio, ¡un pasillo seco hasta el propio templo! A ver, ¿qué me dices sobre esto?”.
Pues escucha lo que voy a contar: el sabbat pasado nuestro rabí regresaba a casa después de rezar. En el camino se encontró un billete de cien dólares. ¿Cómo recogerlo, si es un pecado tocar dinero? Mira al cielo, Jehová se dio cuenta y se hizo el milagro: por un lado, sabbat, por otro lado, sabbat, y en el medio, no me lo vas a creer, ¡era jueves!”.

2 de junio de 2009

Pulp, de Charles Bukowski

Inevitablemente. Las experiencias que uno tiene registrando la librería de un amigo cuando éste ha ido al baño terminan por marcar tu visión de ciertos autores. Sin duda, ver juntos en la misma estantería a Vargas-Llosa, Ruiz Zafón y –al genial- Chesterton te hace preguntarte qué clase de amigo tienes hasta el punto de caer en el ensimismamiento y no darte cuenta de que ha vuelto del lavabo, te está viendo cotillear en su colección de libros y sabe que le estás juzgando por ella.

-¿Se puede saber qué estás haciendo?- es su reacción más habitual –lo que revela que ya me ha pasado más de una vez. Y ante esta evidente falta de educación y modales no cabe la negación, así que se toma el camino más español que se conoce -la huída hacia delante- y se contraataca con un rápido y veloz -¿Cómo puedes tener tanta literatura de kiosco junto a tan buen libro? Otra vez te has librado y escuchas el clásico –Es que estos me los regalaron y…- En fin, no es excusa. Cada uno es culpable de los libros que le regalan. Dudo mucho que mis correligionarios me ofrecieran como halago un ejemplar de la tuercelíneas Etxebarría. Y si lo hicieran escucharían tras las risas un –Vale, vale… ¿dónde está el de verdad?-.

Pero obviemos lo que de clasista tiene esta anécdota y la falta de educación de esta afición tan mía por escrutar las estanterías ajenas –confieso una adicción rayana en la obsesión que consiste en diseccionar cualquier foto que alguien cuelgue en Internet, ya sean blogs o facebooks, para ver qué títulos reconozco, así como también confieso que pierdo el interés por esa fotografía en cuanto encuentro un número indeterminado pero suficiente de libros que no me gustan. Olvidemos, por tanto, los calificativos que podemos ponerle a esta afición para analizar aquella estantería que una vez encontré a mi paso. Tan importante como los títulos y autores que conoces son los títulos y autores que no conoces. Y por culpar de obviar esto último, los autores que no conozco, y centrarme en los autores que sí conocía –y con los que tenía un conflicto abierto y personal-, me perdí durante años los libros de un tal Charles Bukowski.

Constantemente el nombre de este autor aparecía en las estanterías y labios de quienes compartían sus días y sus noches con libros de Vázquez-Figueroa o Ken Follett, que son como el César Vidal y la Carmen Posadas de la novela de aventura. De manera que me resultaba imposible discernir qué hacer con Bukowski. ¿Lo clasificaba de literatura de kiosco o me arriesgaba a adentrarme en una novela de él? Podrán decirme que no es tan grave empezar una novela sin estar seguro de si te gustará, pero cuando uno tiene la bandeja de entrada tan absolutamente cargada de títulos que esperan impacientes, el fracaso de una elección se mide por el nivel de carcajadas que aún te esperan en la estantería de siguientes.

Pero un buen día a uno le da por aventurarse y resultó que no siempre los cálculos razonables pueden llevar razón. Al menos en literatura. Y al final nos acercamos a nuestra primera novela de Bukowski que, por cierto, fue la última que escribió: Pulp.

El título, ya por sí mismo, gusta. Las pulp eran revistas populares que contenían muchas historias dentro de sí mismas y cuyo mayor equivalente en la España de nuestros días -¡vive dios cuánto tiempo llevaba queriendo escribir esta expresión!- tendrían su equivalente en los fanzines. Pero además el argumento con el que Bukowski comienza la novela provocó que sintiera ganas de sentarme a leer.

Nos situamos en la piel de un detective de Hollywood, más bien el único superviviente del verdadero Hollywood, llamado Nick Belane. Su negocio de detectives no va bien. Su vida amorosa no va bien. Su acierto en las carreras no va bien. Y para colmo la botella se ha acabado. Le van a echar del despacho por no pagar el alquiler y con ello se pondría fin a su trabajo. Un detective sin despacho no es un detective. Consigue evitar el desahucio con una brillante técnica que le lleva dando resultado muchos años: patada en los huevos al casero. Sin embargo sabe que esta técnica pronto perderá su eficacia –el vital elemento sorpresa se ha perdido- y es por eso que Nick anda preocupado. Por eso y porque la botella sigue estando vacía. Es entonces cuando aparece una nueva cliente. Ella, recomendada por un misterioso hombre, le hace un encargo realmente extraño. Habrá de buscar a Louis-Ferdinand Celine, escritor francés aparentemente muerto en París el 1 de Julio de 1961. Y digo aparentemente porque existen razones de peso para pensar que Louis-Ferdinand consiguió seguir con vida. Y es que la nueva cliente no es otra que la Sra. Muerte en carne y hueso.

La única pista a seguir será una librería en donde Celine se ha dejado ver últimamente y a la que Belane se acercará para escuchar cómo el autor francés se queja de Faulkner y afirma que Thomas Mann le aburre hasta la extenuación. Mientras Belane trata de avanzar en la investigación, la cual inevitablemente le conduce hasta la barra de cualquier bar, otros casos comienzan a aparecer en la agenda de este detective privado. Un marido rico y celoso piensa que su nueva y joven mujer se la está pegando con otro. Un tanatopractor que desea quitarse de en medio a una escultural mujer que lo persigue y lo domina. Y ese misterioso señor que le recomienda por toda la ciudad como un detective de confianza también tiene para él un caso, el más extraño de todos, encontrar al Gorrión Rojo.

Todos los casos se van entrecruzando de la manera más desordenada. Belane sólo trata de dar con la clave que los desenmarañe de una vez todos y cada uno de ellos y sin duda ésta habrá de estar en el culo de una botella. Mientras se pasea por todos los bares de la ciudad encontrando pelea, se escapa de caseros furiosos, vecinos psicópatas o cobradores con profundas raíces literarias –no obstante se llaman Dante y Fante-, Belane no hace absolutamente nada. Como si fuera un Bartleby de los barrios sucios, Belane no es capaz de avanzar en ninguno de los casos y sólo se queda sentado frente a la botella mientras se asegura a sí mismo que la solución a todo está a punto de llegar. Aunque en el fondo no es un Bartleby ya que dentro de él late un ímpetu por ponerse a actuar ya, ya mismo, lo que pasa es que la botella pesa más que la voluntad. Cuando por fin termina por actuar, sin duda para conseguir más dinero para bebida o para pagar más apuestas, Belane no hace más que enmarañar más el asunto. No es cómico por cuanto todo apunta a una conspiración de final trágico, pero lo podría ser.

Un libro de fácil lectura, de esos que se puede encajar entre dos lecturas más exigentes para desengrasar pero que sin embargo ofrece más de lo que aparenta. Como Belane, Pulp es una novela que engaña. Bajo su aparente género negro y sucio late una valerosa despedida del mundo de los vivos de su autor –Bukowski incluso se llega a describir dentro del ataúd a sí mismo- y una reflexión sobre la vida y la muerte que me encantaría poder explicar en estas líneas, pero es que se ha acabado la botella.

20 de mayo de 2009

Pedro y el Capitán, de Mario Benedetti

Para ser verdugo hay que nacer verdugo. Y yo nací otra cosa. Pero alguien lo tiene que hacer.
El lunes pasado Clara vio las noticias en la tele por la mañana, y se acordó de traerme un libro que hace tiempo que me había recomendado. Pedro y el Capitán, de Mario Benedetti. No es extraño que Clara se acordara precisamente el lunes, como si fuera nuestro sencillo homenaje, mira, aquí tienes, hoy sí me acordé de él

Y el lunes mismo, entre un viaje de metro y un rato de lectura antes de dormirme leí las 70 u 80 páginas de esta obra de teatro. Os lo cuento: por la portada, una especie de dibujo abstracto, uno no sabe de qué va a ir el libro, y de hecho Clara se pensó que sería alguna cosa de un niño y un marino, algo así como Elliot y el Dragón. Pero yo no. Porque Clara ya me lo contó: Pedro es un preso político, de izquierdas, sometido a tortura y el Capitán, que en realidad es Coronel, es su torturador. 

Estoy en Sagrera y me siento en el vagón, abro el libro, medio acordándome de qué va la historia (oigo en mi cabeza la voz de Clara que me lo cuenta), me salto el prólogo porque sospecho que va a contarme demasiado. Al cabo de cuatro páginas tengo que levantar la vista y removerme inquieta en el asiento, la violencia me incomoda, estoy en Camp de l’Arpa y suena el pitido que avisa del cierre de puertas. Después del trasbordo casi he acabado la primera parte y Pedro aún no ha abierto la boca. Sólo oigo la voz estentórea del Capitán, la manera como seguro de si mismo suelta su monólogo, inculpador, inquisidor, condescendiente, cruel, injusto. Casi me ha convencido de querer que Pedro diga lo que sabe. Al fin y al cabo, acabará cediendo y quizás pueda ahorrarse el sufrimiento, y de paso, mi incomodidad. 


Pero Pedro, encapuchado, inmóvil, mudo, tenaz, me imagino, cuando salgo al Paral•lel para ir hacia casa, sólo mueve lentamente la cabeza en señal de negación. 

Después el Capitán le retira la capucha, y Pedro empieza a responder algunas preguntas. Muy sencillas. ¿Hablarás? No. Y explica: Con capucha no abrí la boca porque hay un mínimo de dignidad al que no estoy dispuesto a renunciar, y la capucha es algo indigno.

El Capitán sólo interroga a Pedro. Los que lo hostian son otros. En cuatro sesiones de conversación, que siguen a las correspondientes sesiones de golpes, la violencia es únicamente verbal (dejando a un lado el estado que presenta el torturado, a cada sesión un poco más demacrado), pero es igual o peor. La violencia está más presente en las palabras que en los puñetazos. Dice Benedetti en el prólogo que así como la violencia puede ser un buen recurso para la novela o el cine, en el teatro supone una agresión demasiado fuerte para el espectador. Seguramente así es. Quiero decir que basta con lo dicho por el Capitán para el ejercicio que propone Benedetti: intentar entender qué pasa por la mente de un ser humano que tortura a otro ser humano. Dice el Capitán: si te dejara de ver como a un ser humano, del que conozco y comprendo el sufrimiento, no te podría torturar. Sólo el saber que eres humano, que tienes un límite, que tienes esperanzas y deseos me permite saber que podré dejar de pegarte en cuanto me digas lo que quiero. 

Y aunque a partir de la tercera parte la situación pierde un poco de credibilidad, Pedro se vuelve excesivamente valiente y el Capitán excesivamente manipulable, me gusta el giro que propone. Al final, la tortura es tan terrible para el propio torturador que sólo su éxito la justifica:
Si usted muere sin nombrar un solo dato, para mí es la derrota total, la vergüenza total. Si en cambio dice algo, habrá también algo que me justifique. Ya mi crueldad no será gratuita, puesto que cumple su objetivo. Es sólo eso lo que le pido, lo que le suplico... 
Es la flaqueza del argumento de que el fin justifica los medios: que queda uno obligado a tener éxito. Porque si no consigues el fin, entonces ya no queda nada que justifique los medios, y sólo queda la crueldad, desnuda, injustificable, desamparada, perdedora. Por esto es tan importante que los medios se justifiquen por ellos mismos. 

24 de abril de 2009

Destripando el juego III


Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Primero porque es una lata, y, segundo, porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de su vida privada. Para esas cosas son muy especiales, sobre todo mi padre. Son buena gente, no digo que no, pero a quisquillosos no hay quien les gane. Además, no crean que voy a contarles mi autobiografía con pelos y señales. Sólo voy a hablarles de una cosa de locos que me pasó durante las Navidades pasadas, antes de que me quedara tan débil que tuvieran que mandarme aquí a reponerme un poco.
Es fácil o muy fácil. Qué se le va a hacer. Arrancamos el juego y tratamos de engañar a los lectores como unos trileros cualquiera que luego se guardarán la bolita... En cualquier caso, sean buenos y no recurran al amigo Google que todo lo sabe. Las pistas son lo suficientemente esclarecedoras.

1- El texto del juego lo propone Ottinger, y eso ya es mucho para descubrir el autor.

2- En la imagen, las claves son dos: los patos del lago y la ciudad de Nueva York.

Espero que les sea fácil y que el premio, que muy atentamente concede el_situacionista, les guste.

16 de abril de 2009

En las últimas, de Joseph Conrad


Su leyenda ya es mucho mayor que él mismo. En los mapas existen islas que llevan su nombre y archipiélagos que llevan el nombre de los veleros que comandó, es elegante y silencioso, pasea con calma por los muelles, discretamente, envuelto en el respeto del que se hizo merecedor hace tiempo. Fuma pipa y viste de lino, supongo que lleva gorra azul y se sabe los mapas de memoria. El Capitán Whalley es el último hombre de honor que queda en los puertos. 

Se ha hecho viejo, pero conserva la dignidad intacta, como conserva el recuerdo de su amada mujer, muerta hace años, y la confianza y el amor de su hija, mal casada con un hombre incapaz de mantenerla y que, en las alejadas costas de Australia, decide, empujada por la necesidad, abrir una pensión que le permita vivir, aunque sea con la deshonra de una ocupación tan vulgar. 

El viejo Capitán Whalley, en lugar de gozar de la dorada vejez que le correspondería, debe enfrentarse a la triste situación de verse arruinado (y mantenerlo en secreto para evitar la humillación), y para obtener las 500 libras que le son necesarias a su hija para abrir la pensión se ve obligado a vender su pequeño barco, y trabajar en cambio para un ruin fogonero que se ha hecho rico de la noche a la mañana y ha comprado un barco indomable, viejo y desobediente, hecho una chatarra. El viejo fogonero se divierte molestando a los capitanes que contrata, hasta que se van enfadados o los despide por despecho, sólo como venganza por el trato recibido cuando trabajaba en los fogones de los barcos de vapor. Pero con Whalley es diferente, no lo puede echar, porque se han convertido en socios: en un intento de recuperar la fortuna perdida para su hija, Whalley ha invertido en el viejo vapor, que hace la misma ruta desde hace años, comunicando una zona selvática con la civilización, una ruta peligrosa pero que la pequeña embarcación conoce casi de memoria. 

La primera parte de la narración transcurre sobretodo en el interior del propio capitán (y es bastante aburrida). La vejez, la soledad, la culpa por no ser capaz de responder a la sencilla demanda de su hija, esos míseros centenares de libras. La segunda parte transcurre en el barco y con su curiosa tripulación, y resulta mucho más entretenida: el ruin propietario, el ambicioso primer oficial, el maquinista que sólo habla cuando está borracho, los marineros indígenas, a penas personajes en la narración, y los encuentros periódicos con el holandés Van Wik, europeo distinguido que vive en medio de la selva y que espera impaciente la llegada del maltrecho vapor para poder compartir un rato de civilización con el elegante capitán, aunque este se encuentre en las últimas. 

En las últimas, porque se trata del último viaje. Finalizan ya los dos años que estaban comprometidos con el fogonero, transcurridos los cuales, y con el barco a buen puerto, el capitán recuperará el dinero que necesita para su hija. Pero hay otra pérdida que el capitán necesita ocultar además de la pérdida de su fortuna, y que lo tiene con la soga en el cuello (y que no puedo desvelar). Un secreto que le haría perder el trabajo y también el dinero invertido, un secreto que pone en peligro su vida y la de su tripulación, a la que traiciona a cada minuto que calla su secreto en un terrible y desesperado intento de salvar el pequeño patrimonio que considera que ya es propiedad de su hija, antes de que su vida naufrague totalmente. 


En las últimas es el título de la traducción que yo leí de este relato de Joseph Conrad, incluido en el volúmen “El corazón de las tinieblas y otros relatos”, y titulado originariamente The End of the Tether, El final de la cuerda. A mí personalmente me gusta más el título elegido por otros traductores, Con la soga al cuello, por lo que tiene de apropiado y descriptivo de la situación en la que se encuentra el pobre y valiente Capitán Whalley. 

Se trata de un relato triste, aunque irónico en cierta forma, bastante cruel y un tanto aburrido. Transcurre con gran lentitud, como el pobre vapor a punto de encallarse en el lodo de las aguas poco profundas del estrecho, con esta lentitud a veces excesiva y a veces exasperante, como  la imposible situación en la que Conrad sitúa al pobre capitán. En ocasiones hubiera estrangulado a Conrad con mis propias manos, sobretodo en algunos episodios de en medio de la narración. Y sin embargo, más de tres semanas después de haber cerrado el libro, pienso en el capitán y pienso en el destartalado vapor y en el humillado fogonero, y sonrío. 

Yo creo que se trata sólo de una historia de barcos, pero de las tristes. Y, por si acaso, a continuación, cogí La Isla del Tesoro. No vaya a ser que los capitanes tristes llevaran el mando más de la cuenta.